viernes, 19 de diciembre de 2008

Entrevista con Ginés Liébana - ABC



Publicado en ABC

18-11-2007 03:29:29

Ginés Liébana _ Pintor y miembro del Grupo Cántico: «Córdoba siempre se destruye a sí misma»

TEXTO: ARISTÓTELES MORENO



MADRID. Su vivienda dice mucho del universo creativo de este personaje quijotesco y extravagante. Cualquiera diría que en la tercera planta de un edificio insípido cercano a Plaza de Castilla, se ubica esta casa abigarrada y laberíntica, a caballo entre un taller de pintura y un anticuario. No hay un palmo de pared sin un lienzo. Pero no se percibe excesivo desorden. Sólo una atmósfera tenue y cálida.

Ginés Liébana es un personaje de otra época. A sus 86 años conserva una sorprendente agilidad y exhibe aún una pasión incontenible por el arte. Disparatado, extraordinariamente lúcido por momentos, y, sobre todo, surrealista, tiene la virtud de dinamitar cualquier cuestionario. Como es el caso.

«En Torredonjimeno, donde nací, descubrí el surrealismo. Esas cosas de Semana Santa en los pueblos son auténticos absurdos. Las cosas, cuando son de los pobres, tienen imaginación. Luego, cuando se vuelven ricos, ya no la necesitan».

Liébana rinde auténtica devoción por Torredonjimeno, pero también por Valenzuela, el pueblo de su madre, de quien heredó esa tendencia indisimulada al histrionismo. «De ahí viene mi forma de ser: una forma disparatada, donde cuenta mucho el absurdo y una chispa de humor. En Valenzuela no había nada, ni conventos ni prostíbulos, sólo tabernas y entierros, que eran la fiesta del pueblo».

Grupo Cántico

Habla despacio, casi susurrando, como si estuviera contando un cuento de hadas y misterios, salvo cuando se refiere al episodio más trágico de su vida, por el que pasa, sin embargo, sin ánimo de detenerse. Su padre y su hermano fueron fusilados por las tropas sublevadas en Córdoba por «envidia» y «cainismo» y, tras el duro golpe, su madre decidió ingresar en un convento carmelita, donde transcurrió ya el resto de sus días.

Ginés Liébana había arribado a Córdoba con 5 años. Más tarde estudió bachiller y se matriculó en la Escuela de Arte y Oficio. Contactó poco después con Ricardo Molina y Pablo García Baena, a quien conoció en 1932. «Paseábamos por las calles de Córdoba, que entonces no tenían coches. Ricardo Molina era el personaje más inteligente y con más sentido del humor y capacidad de trabajo que he conocido. García Baena tenía un talento escondido, porque nunca hacía alarde de ello».

-¿Cómo recuerda Córdoba?

-La ciudad más elegante que he visto. Pero la ha ido perdiendo. No entiendo cómo Córdoba se destruye a sí misma, y eso tiene tela. Destruir la Plaza de Toros, el Hotel Regina, la casa de Julio Romero, donde la Junta ha empaquetado todo y lo tiene en cajas. Y era una casa entre húmeda y sensual, romántica, misteriosa y mística.

Entre risotadas explosivas y evocaciones fragmentarias de su intensísima vida viajera, Ginés Liébana vuelve una y otra vez a Córdoba y a un lamento quejoso por la desaparición de sus palacios y sus casas señoriales.

«Cómo era el Palacio de Doña Blanca Alvear, que estaba en la calle Sevilla, con su mármol blanco, y en cuyo lugar han hecho un supermercado espantoso. Y en la Plaza de San Felipe, que era de Aníbal González, uno de los arquitectos de la Expo de Sevilla, y la han quitado para poner ese mamotreto de piedra. Eso demuestra la burricia que hay. Eso es perseguir la inteligencia, como Franco. Así lo han ido destrozando todo para poner lo que yo llamo el arte «contempoerróneo»».

-¿Supo que quería ser pintor desde pequeño?

-Sí. Eso es cierto. Cuando era pequeño pintaba procesiones. Pero era muy torpe. Siempre he sido mal dibujante y mal pintor, pero he aprendido trabajando. Todo es cuestión de trabajo.

A los 21 años se presentó en el semanario «El Español», en Madrid, donde fue contratado como dibujante. Allí contactó con los intelectuales de la época, muchos de ellos postrados por el desastre de la Guerra Civil y la extrema dureza de la posguerra. Conoció a Cela, Vázquez Díaz, Fernández Flores, Solana y toda la pomada creativa de la época, cuyos nombres circulan incesantemente por sus recuerdos.

«Íbamos a casa de Baroja o de Solana. Eran intelectuales que habían respirado el 27 y el siglo XIX, que es de una grandeza en pintura y escritura que no se volverá a repetir».

Un exilio alegre

En el año 1950 se trasladó a vivir a París como «exiliado alegre». «Me fui de la dictadura de Franco, que era espantosa, y me encontré con la dictadura del arte abstracto. Yo no he hecho compromiso político ninguno en nada», puntualiza.

-¿Por qué?

-Porque me parece ridículo. Yo puedo comprometerme a las cinco de la tarde, pero a las ocho lo que quiero es tomarme una cerveza. A lo mejor, en un momento me pongo a rezar, y a las once soy un blasfemo. El compromiso siempre me ha hecho reír. Como la utopía.

-¿Qué le ha dado el arte?

-Todo. El arte está por encima del amor. Me gusta desaprender. La torpeza es lo más bello que existe.

-¿Se siente un pintor de cámara?

-No, que va (risas). Me siento un pintor de cama de matrimonio (risas). Otra de las estupideces del arte contemporáneo es el desprecio del retrato.

-¿Talento o trabajo?

-Trabajo. Lo gracioso es eso que dicen: «Tiene mucha personalidad». Eso ya me parte de risa.

-¿Cómo se ve Córdoba desde lejos?

-Yo no soy nostálgico. Porque a mí me gusta mucho el mal gusto. Si no fuera por el mal gusto no me reiría tanto. Y me da risa ver en Córdoba cuando dicen eso de las «nuevas tendencias del arte». Y no pega. Porque Córdoba es señera. Hay gente que dice: «Estamos haciendo el arte de las tendencias artísticas». Y ponen dos o tres manchas en el papel y hacen museos y todo. Lo más noble es el dibujo. El arte abstracto está convirtiendo el cuadro en un objeto bancario. A mí no me importa que hagan cosas modernas, pero que las hagan en el campo.

-¿De qué nos salva el humor?

-De todo. Es lo mejor que hay.

-¿Es usted un pintor demodé?

-Es tan singular lo que hago que ya no se parece a nada. Demodé es el arte abstracto porque se ha convertido en algo convencional. Yo soy surrealista. Me gusta el absurdo y el humor.

-¿Para qué sirve el optimismo?

-El secreto está en quedarte siempre vacío. Todo lo que se queda dentro de ti se pudre.

-¿Qué le queda por hacer?

-Publicar todo lo que tengo. ¿Quiere que le lea algo?

Ginés Liébana levanta su cuerpo enjuto, se vuelca sobre una torre de carpetas apiladas en la mesa y declama un poema luminoso y surrealista. Cuando advierte que ya es la hora y que debo tomar el tren de las dos de vuelta a Córdoba, me acompaña amablemente a la puerta y lamenta que no disponga de más tiempo. «¿De verdad no quiere un cava?».