viernes, 19 de diciembre de 2008

Brujo, manierista y sabio

Enlace a la blog en donde aparece esta entrada y la cual agradecemos de corazón:

(Hoy se inagura en Cuenca una Exposición de Ginés Liébana. He tenido la suerte de que este texto de abajo esté incluido en el catálogo, acompañando, con cierto temor, otros textos de excelsos compañeros de páginas, por lo menos en este libro, como González-Ruano, Paco Umbral, Raúl del Pozo, Antonio Gala, Paco Nieva, Pepe Hierro, Luís Antonio de Villena, Luís Alberto de Cuenca, Pablo García Baena...)

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Ginés, pintor soñado por Wilde, el mago cuyos retratos van cambiando levemente, como si de materia vivísima se tratase, con el correr de los años y para sorpresa del retratado. Es por ello que a muchos les falte el marco, bendecidos por la posibilidad de romper las fronteras del lienzo, salir y unirse a las tertulias, las buenas, las que son en la cocina en torno a un puchero de lentejas manieristas.

Liébana es un collage entre veneciano, flamenco y la mejor escuela española que, como un saltimbanqui, remueve a favor de un surrealismo de máscaras brillante y descarado. Como dibujante es un mani-alado, creando ejércitos de ángeles siempre en lucha contra la dictadura del arte abstracto. Pero ahí no que queda la cosa: también es poeta que recoge toda la sabiduría popular y la pasa por el filtro de lo exquisito. Leer a Ginés es caminar por páginas mientras recogemos los frutos que son para nosotros queridos, un caminar por manglares siempre cambiantes en su significado –todos reales y siempre fértiles- que se revuelven frente a la corrupción de lo existencial –la metafisicaca….- alcanzando la pureza hasta en lo más carnal. Celebrar albatros, se llama uno de sus poemas, reflejando en dos palabras la fiesta del sentir en ingrávidos y deliciosos vuelos que nos alejan del torpe caminar por falsas realidades cotidianas. Lo explica en otro poema: “Te hieren menos si te mueves. Corta la mala honda, / llena el vacío de mantra y, con un alfiler de santo, / destroza tu certificado de actitud.”

¡Y qué dramaturgo!, además de teatral y teatrero, del que la oficialidad de la tramoya debería leer su Navegante que se quedó en Toledo –de pura avena, la definió Luís Antonio de Villena-.

Sorprende Liebanaca en el día a día, trabajando con la tenacidad de los anónimos y con la sabiduría de un sátrapa de Apuleyo, mientras suenan –su casa es siempre carnaval- esos discos de Caetano Veloso con el que coincidió en Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes no hace mucho. Es la pura creación: pinta mientras la luz natural entra a chorros por la bóveda acristalada de su estudio, que es laberinto y caos ordenado, echando un ojo al que ese día haya aparecido por allí a pintar y otro a las telenovelas, de las que va apuntando en sus libretas, como buen cazador de tópicos que es. Si no hay luz, toca tertulia, siempre sin dejar de apuntar y de dibujar. El mismo día que salía en prensa la noticia de su medalla, había quedado yo con él para hacer algunas modificaciones en los poemas de La equis mística, por aquellos tiempos en vísperas de publicación. Llamó Rogelio Blanco –Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas-, pero lo que a Ginés le interesaba en ese momento era dar con la palabra adecuada en ese poema que no le convencía. Ya tendría tiempo de mirar el periódico.

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Es esta capacidad de trabajo la que le empuja a criticar la “pereza ante lo difícil” de aquellos que pretenden pintar sin saber dibujar y la “falta de sensibilidad” del arte actual. Y tiene razón, en unos tiempos que corren en los que el cuadro se ha convertido en un objeto bancario que se cuelga en la oscuridad de una caja fuerte haciendo las veces de sepulcro de un arte destructor que parece disfrutar encerrado. Así, mucho del arte contemporáneo –afortunadamente, no todo- tiene existencia de viuda a la que se le ha muerto el noble oficio de pintor y que se asfixia con el peso de la tradición, recurriendo al montaje, habiendo pasado de una época donde los cuadros hablaban con su silencio a otra donde un señor de esos a los que les gusta clasificar, y disfrutan catalogando y etiquetando, nos explica una pobre cosa de manera quintaesenciada; y todo, para justificar una simpleza de manchas repetidas hasta lo insoportable. La vanguardia deja de serlo cuando llega al gran público: la creatividad se transforma en marketing y lo artístico en arqueología: la verdadera vanguardia es incompatible con el establishment de galería, es arte “contempoerróneo”, como lo ha bautizado Ginés.

Hoy sólo se celebra a los pintores cerebrales, prematuramente envejecidos, considerando a los artistas de lo bello como artistas de perfil, donde la belleza nace de lo más espontáneo del oficio que busca transmitir la emoción. Lo importante, hoy en día, es la fecha, el dato, el nombre; a la obra en sí, sólo se le pide ser reconocible. Se vende el arte como una marca registrada, como una firma, alimentando el fetichismo del arte, el terrorismo en la cultura. Son leprosos de lujo que se venden a artificios poco artísticos y abandonando el dibujo que es la divinidad/sinceridad de la pintura, pues puede sintetizar con un trazo donde otros sólo hacen reduccionismo.

El maestro Liébana, en esta defensa de su Arte, y en contraste con esos pintores de torre de marfil que han destrozado la escalera para ser inalcanzables, es una ciudad tomada que nunca ha levantado murallas, el más suelto de los viajeros, el que cultiva la persecución como un irónico motivo existencial, consciente de que el éxito destroza; un artista al que no le importa recoger frutos más pequeños que los granos que ha sembrado.

Termino con unos versos dedicados a Pepe Hierro que bien podrían aplicarse a él mismo: “Pepe, estornino de hierro. / Pepe, picuda raspa que llena el papel de instantes / con simientes manchadas de brillantes”. Liébana, un maestro, y no se hable más.